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Institución funcional

El bando conservador, que triunfó en la guerra civil de 1829 y 1830, propuso acabar con los ensayos o experiencias constitucionales e implementar un sistema político basado en el orden y la institucionalidad republicana, siendo los poderes ejecutivo y legislativo los pilares de ese paradigma. Según la historiadora Ana María Stuven, este momento político estuvo marcado por una noción de orden que fue "un elemento esencial del movimiento histórico, en un mundo definido por la noción de progreso, y que transita desde el pasado, por el presente, hacia el futuro. El orden requiere ser institucionalizado, de manera de superar la utopía y tener una existencia material. No es, sin embargo, un simple recurso para mantener el poder; el orden es lo que permite el despliegue, en el tiempo y en el espacio, de un proyecto de construcción de Estado y de la Nación, bajo una nueva forma republicana" (Stuven, A. M., La seducción de un orden. Las elites y la construcción de Chile en las polémicas culturales y políticas del siglo XIX, Santiago: Ediciones Universidad Católica de Chile, 2000, p. 45).

En el caso del Congreso, durante los decenios conservadores (1831-1861), su rol principal fue el de facilitador legislativo y legitimador del Poder Ejecutivo, es decir, fue funcional al proyecto conservador en los ámbitos de orden interno y control de la disidencia liberal; impulsor del proteccionismo económico -y posterior liberalización-, del progreso material de la nación a través de obras públicas, la construcción de ferrocarriles, desarrollo portuario; además de implementar el sistema educativo del siglo XIX.

Así, la Constitución de 1833 determinó la existencia de un Congreso bicameral que, durante los gobiernos de José Joaquín Prieto y Manuel Bulnes, estuvo dominado por diputados y senadores de tendencia conservadora. Si bien durante estos gobiernos primó la fuerza del presidente de la república y su gabinete, el Congreso también contó con algunas facultades importantes que le permitieron negociar y contrarrestar ciertas decisiones del Ejecutivo, ya que "se le entregó un poderoso mecanismo de poder, a través de las leyes periódicas, tales como la de presupuesto, facultad que al ser usada fue la gota que faltaba para derramar el vaso de la revolución de 1891" (De Ramón, A., Historia de Chile. Desde la invasión incaica hasta nuestros días (1500-2000), Santiago: Editorial Catalonia, 2018, p. 71).

Otras facultades del Congreso conservador fue autorizar las facultades extraordinarias del presidente, legislar en materias económicas, de contribuciones, sobre reglamentos y temas afines a las fuerzas armadas; acusar constitucionalmente el actuar de ministros, consejeros de Estado, jefes del Ejército, intendentes y otras autoridades, civiles y militares.

La composición política del Congreso comenzó a cambiar durante el gobierno de Manuel Montt, quien aplacó dos revoluciones liberales que pusieron en peligro su continuidad. La apertura de Montt y el retorno de los liberales le generaron problemas con el Partido Conservador y la Iglesia, a pesar que algunos conservadores y liberales lo apoyaron en la "fusión liberal-conservadora", que tuvo gran peso en los procesos legislativos de su segundo período e, incluso, crearon un partido político en torno a Montt llamado "Partido Nacional" o Monttvarista.

Las siguientes décadas fueron de intensas reformas gracias al rol activo del Congreso, fortalecido por la diversificación de los partidos. Bajo este influjo se reformó el sistema de elecciones y se amplió el derecho a sufragio; se promulgó los códigos Civil, de Comercio y de Minería, además de reorganizarse los tribunales de justicia y el Poder Judicial en General, entre otras iniciativas. Desde la década de 1880 comenzó también el proceso de discusión de las llamadas "leyes laicas".

Este fortalecimiento del Congreso Nacional se debió también a la acumulación de riqueza desarrollada gracias a los ciclos mineros -incluyendo el ciclo salitrero- y al desarrollo de la agricultura, en conjunto a la apertura económica. Este crecimiento económico fue aprovechado por los parlamentarios, quienes, según Armando de Ramón, utilizaron su posición política para beneficiarse, ya que "todos los grandes capitales fueron, en algún momento de su vida, parlamentarios -sino ellos directamente, parientes, amigos o socios- […]. Muchos miembros del Congreso tuvieron intereses ligados a los bancos desde el mismo momento del nacimiento de estos" (De Ramón, ídem, pp. 108-109).

Desde la década de 1860 la oligarquía parlamentaria se interesó en expandir el territorio nacional y empujó el proceso de ocupación de la Araucanía y la posterior toma de posesión del Estrecho de Magallanes, la definición de los límites nacionales y apoyó la participación de Chile en la Guerra del Pacífico, que terminó con la anexión de los territorios de Tarapacá y Antofagasta. La decisión de cada uno de estos movimientos políticos, diplomáticos y territoriales se discutió al interior del parlamento.


Este auge del Congreso se fortaleció producto de la guerra civil de 1891 y el derrocamiento del presidente José Manuel Balmaceda, comenzando así la república parlamentaria, vigente hasta 1925 con la promulgación de una nueva Constitución. Entre 1891 y 1925, los mayores desafíos del Congreso estuvieron enfocados en el desarrollo del país y en los crecientes problemas sociales de la clase trabajadora. A comienzos del siglo XX el movimiento obrero, a través de su organización autónoma, exigió a los parlamentarios solucionar los problemas causados por la marginalidad y la denominada "Cuestión Social". Así, desde 1900 se promulgaron diversas leyes tendientes a mejorar las condiciones de vida de las clases populares, como la "ley de la silla", de descanso dominical, la ley de habitación obrera y las leyes laborales.