Entre 1879 y 1884 estalló la Guerra del Pacífico, conflicto que enfrentó a Chile, Bolivia y Perú por los territorios de Tarapacá y Antofagasta, ricos en salitre y otros recursos naturales. En defensa de los intereses nacionales, un amplio espectro social se comprometió activamente en la contienda, incluyendo a numerosas mujeres. Su contribución en la Guerra del Pacífico se manifestó tanto en los campos de batalla como en la retaguardia citadina, y este aporte fue constante, variado y reconocido social, política y militarmente.

Durante la Guerra contra la Confederación Perú-Boliviana (1837-1839), algunos escritores chilenos destacaron la participación de mujeres, particularmente a través de la apología en torno a la Sargento Candelaria Pérez. Sin embargo, como constatan los testimonios documentales y los historiadores, la presencia de mujeres en esa guerra fue mucho más importante, extensiva y diversa.

El rol femenino más conocido en las campañas fueron las denominadas "cantineras", también identificadas por algunos escritores e historiadores -Benjamín Vicuña Mackenna (1831-1886) y Nicanor Molinare (1854-1924) entre ellos- como "camaradas" o "vivanderas". Estos términos fueron utilizados para identificar a esposas, familiares y otras mujeres que aportaron con su trabajo en los batallones chilenos y como soldados en el campo de batalla (Larraín Mira, Paz. La presencia de la mujer chilena en la Guerra del Pacífico. Santiago: Eds. Centro de Estudios Bicentenario: Universidad Gabriela Mistral, 2006).

Las cantineras, autorizadas por el gobierno y el Ejército para integrarse a los batallones, de preferencia solteras y de "buenas costumbres", oficiaron de lavanderas, cocineras y costureras de la tropa; auxiliaron a los soldados heridos -junto con las Hermanas de la Caridad y otros grupos de asistencia sanitaria- y les suministraron agua durante el combate. Precisamente por ello, la cantinera portaba una cantina o cantimplora, objeto distintivo de su misión y de su legítima incorporación a un regimiento.

En varios casos en que llegaron a intervenir directamente en las batallas, lideraron batallones y alcanzaron grados militares (Larraín Mira, p. 41-75), como Irene Morales Galaz (1848-1890) y Filomena Valenzuela (1848-1924), quienes fueron evocadas como heroínas del ejército por la historia militar y nacional. Como consecuencia de esta intervención armada, algunas mujeres fallecieron en batalla, entre ellas, Leonor Solar, Rosa Ramírez y Susana Montenegro.

Al término del conflicto, el Estado confirió a los soldados una pensión a modo de retribución por sus servicios. Sin embargo, las cantineras, camaradas y mujeres soldado fueron excluidas de este beneficio. Solo en 1910, se rindió un homenaje masivo en torno a la figura de una de ellas, Juana López, y se compensó a las mujeres soldados por sus servicios al ejército con una gratificación económica.

Si bien las denominaciones de cantinera, camarada o vivandera han convivido en la historiografía nacional, se ha identificado a las camaradas como mujeres civiles que se trasladaron a los campos de batalla acompañando a sus familiares, esposos o convivientes, en ocasiones, llevando consigo a sus hijos.

En el transcurso de la guerra, las autoridades intentaron prohibir su participación con un decreto de junio de 1879, pues, según las autoridades su presencia afectaba la organización interna de los batallones y era necesario detener la epidemia de sífilis que circulaba entre los soldados chilenos. Sin embargo, muchas mujeres mantuvieron su interés por intervenir en el conflicto por lo que dejaron sus ciudades de origen y solicitaron permiso para concurrir a los campos de batalla.

Otras miles de chilenas, sin abandonar sus hogares y desde las ciudades, donaron recursos, confeccionaron ropa y prepararon hilas para las curaciones de los soldados. Con el fin de estimular la cooperación femenina, la prensa nacional las convocó permanentemente a través de artículos que exaltaban la necesidad de su incorporación al ejército o de prestar algún servicio benéfico. Así, mujeres religiosas y de alta sociedad prestaron servicios de atención sanitaria en los hospitales de sangre de Santiago, Valparaíso y otras ciudades, mientras que grupos de distintas provincias realizaron campañas solidarias para reunir fondos y sirvieron en instituciones de beneficencia destinadas a ayudar a las viudas y familias desamparadas de los soldados.