A la luz de las velas
Durante la Colonia predominó en la Capitanía General de Chile una valoración social adversa a la cultura ilustrada y al libro. La gran mayoría de los españoles que llegaron a colonizar estas tierras eran analfabetos, militares y aventureros, por lo que leer era una práctica exclusiva de unos cuantos sacerdotes e intelectuales peninsulares.
Los pocos colegios que se instalaron en Chile desde fines del siglo XVI eran exclusivamente de origen religioso y contaban con pequeñas bibliotecas, en su mayoría de obras escolásticas y católicas. Sólo los niños, no las niñas, podían asistir a éstas y aprender, muy superficialmente, a leer, escribir, sumar y restar. Se aspiraba a que los alumnos, en un corto plazo, se convirtieran no en intelectuales o pensadores, sino en militares o sacerdotes y contribuyeran a la principal misión de la corona en Chile: instruir a las personas en la fe y colonizar tierras.
Debido a la omnipresente censura que aplicaba la Inquisición, no se conocían letras europeas que no trataran sobre temas religiosos. Esto, sumado al alto precio de los libros y la larga espera por su llegada (tardaban meses en arribar desde España, si es que no eran confiscados por la Inquisición antes), hizo que muy pocos se dedicaran a la lectura, entendida principalmente como una acumulación de conocimientos asistemáticos.
Este negativo escenario, sin embargo, no impidió que personas como el obispo Manuel de Alday y Aspee lograra juntar 2.058 volúmenes o que José Valeriano de Ahumada acumulara cerca de 1.449 libros en su biblioteca privada.
Entre las pocas obras permitidas por las autoridades civiles y eclesiásticas estaban El Catecimo del Padre Gerómino de Ripalda, El niño instruido en la Divina Palabra de Fray Manuel de San José, La guía de pecadores de Fray Luis de Granada y La curiosa filosofía del Padre Nuremberg, entre otras.
La prohibición para la circulación de libros de materias profanas y fabulosas terminó por impedir el desarrollo criollo de géneros como el teatro o la novela. Aún así, cronistas como Diego de Rosales, el Abate Molina y Alonso de Ovalle; y poetas como Pedro de Oña, Alonso de Ercilla y Zúñiga y Pancho Millaleubu - quien con su poema "La Tucapelina" dio por iniciada la poesía satírica en Chile en 1783 - lograron inspirarse en estas alejadas latitudes.