"(...) crónicas, es decir, la mirada de un hombre cambiante
sobre los hechos de un mundo cambiante"

(Roberto Merino, "Edwards Bello, cronista perdurable", El Mercurio, 17 de febrero de 2008, p. E17).

La crónica es una narración que, valiéndose de recursos literarios, reconstruye sucesos históricos de los cuales el autor ha sido testigo. En Chile, los primeros exponentes de este género fueron soldados que, en calidad de testigos presenciales, decidieron registrar por escrito su experiencia en la conquista del Nuevo Mundo. Con el correr de los años, este prototipo de cronista circunstancial fue reemplazado por el de un hombre ilustrado, generalmente dedicado a las letras o la historiografía. Entre los más destacados se encuentran sacerdotes como Alonso de Ovalle en el siglo XVII y Juan Ignacio Molina a mediados del siglo XVIII, además de algunos nombres que prolongan la tradición cronística castrense, como Vicente de Carvallo y Goyeneche o José Antonio Pérez García.

Durante el siglo XIX, la necesidad de afianzar el sentimiento de una tradición cultural propia dio un nuevo sentido a la escritura de crónicas y artículos de costumbres, que hallaron en los medios de prensa de la época un soporte ideal. Ese fue el sustrato en el que se gestó el movimiento literario de 1842, al cual pertenecieron José Joaquín Vallejo (Jotabeche) y Joaquín Díaz Garcés, quienes -dotados de un estilo mordaz y una aguda capacidad de observación- lograron acrisolar en sus crónicas una visión profunda del ser nacional. Posteriormente, el auge del periodismo moderno durante las primeras décadas del siglo XX propició el nacimiento de nuevos periódicos y revistas y, con ello, el desarrollo de un espacio privilegiado para el trabajo cronístico de escritores y periodistas.

A partir de entonces, la crónica se consolida como un género de lectura masiva, no solo por su difusión extensiva a través de la prensa, sino también en virtud de los rasgos que le son propios. Sus exponentes intentan retratar su entorno a través de un lenguaje sencillo -pero no por ello desprovisto de recursos estilísticos- y rico en descripciones sutiles que permiten recomponer los hechos de acuerdo a la visión personal del autor-testigo. Entre todos, el cronista por excelencia, dueño de un estilo incomparable, es Joaquín Edwards Bello, quien desplegó su ironía y visión crítica a lo largo de toda su producción textual, de estilo. En sus crónicas, Edwards Bello no solo plasmó el Chile de su época, sino que también rememoró hechos, anécdotas y costumbres del pasado; además, en su calidad de corresponsal de guerra, narró de primera fuente episodios de la Guerra Civil Española y la Segunda Guerra Mundial, con la instantaneidad y urgencia características de su pluma.

Muchos otros escritores de la época desarrollaron su veta de cronistas trabajando en diversos periódicos y revistas, como fue el caso de Alberto Romero, autor de Buenos Aires espiritual (1921) y España está un poco mal (1938), libro que escribió luego de un viaje a España para participar de un seminario de escritores antifascistas; de Daniel de la Vega, quien recopiló sus crónicas en cuatro tomos, bajo el título de Confesiones imperdonables (1962); Jenaro Prieto, que transmitió con humor su crítica hacia la contingencia social y el gobierno; y de Humberto Cortés (Homero Bascuñán), quien llegó a adoptar más de doscientos seudónimos en los distintos medios donde trabajó.

Asimismo, numerosos son los cronistas que a partir de la segunda mitad del siglo XX han destacado gracias a su visión particular de la vida urbana. Entre ellos sobresalen Carlos León Alvarado, Rafael Maluenda, Hugo Silva, Santiago Mundt, Hugo Goldsack, Luis Sánchez Latorre (Filebo); oficio que ha continuado a fines de siglo XX con la pluma de escritores como Roberto Merino y Pedro Lemebel, entre otros.