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Caridad cristiana

La idea de caridad fue realzada por un movimiento intelectual de fines del siglo XVIII que se denominó "Ilustración Católica", el cual consideraba que la religión se expresaba éticamente a través de la caridad, influyendo profundamente en algunos de los hombres que organizaron el estado nacional en los primeros tiempos de la República como Juan Egaña, Manuel de Salas, Pedro Palazuelos y José Ignacio Cienfuegos. En este contexto, se organizaron las Juntas de Beneficencia encargadas del cuidado de los hospitales heredados del período colonial. Las Juntas de Beneficencia estaban formadas por ciudadanos prominentes y con espíritu caritativo que se hacían cargo de la administración de los hospitales del país. En general, los gobiernos decimonónicos intentaron involucrarse lo menos posible en los asuntos que correspondían a la administración de los hospitales. Así, en 1866 el Ministro del Interior señalaba "la intervención del gobierno en la administración de la beneficencia pública debe limitarse a auxiliar y reglamentar. A los privados es a quienes les incumbe ejercitar la caridad a fin de que los más favorecidos ayuden a los menesterosos. No sería posible ni conveniente que el Estado se constituyese en el bienhechor único del país".

A fines del siglo XIX y principios del XX los actos de caridad seguían siendo comunes entre los miembros de la elite. Gonzalo Vial nos habla de "un río incesante de cuantiosos legados y donaciones derramado", y por nombrar a algunos de los filántropos de ese período señala a Claudio Matte, Domingo Fernández, Ismael y Concepción Valdés, Ramón Barros Luco y el célebre intendente porteño Francisco Echaurren que entregó su fortuna total a la beneficencia. Por su parte, la hija de Marcial Martínez, Josefina Martínez levantó camino a Puente Alto un sanatorio para tuberculosos. Otro caso notable es Juana Ross de Edwards quien construyó y mantuvo tres hospitales, seis asilos, un hospicio, un orfanato e innumerables colegios y escuelas. También está el caso de Joaquín Valledor quien donó su extenso y valioso fundo periurbano Lo Valledor y de José Joaquín Luco quien legó bienes que superaban los setecientos mil pesos. Finalmente Gonzalo Vial nombra a Manuel Arriaran quien levantó, mantuvo y administró el primer hospital infantil del país: el Hospital Roberto del Río.

Las Federaciones Obreras, por su parte, denunciaban que "con estupefacción el pueblo se entrega ingenuamente en manos de la burguesía católica, del clero y, en general, de una serie de ladinos patronatos, escuelas parroquiales, gotas de leche, instituciones catequistas", mientras que ellos catalogaban a la caridad de "insulto", "exhibicionismo", "hipocresía" o "sádico placer" de la clase alta que estira hacia el pobre "su mano protectora temblorosa de orgullo".

En suma, las elites estimaban que el Estado no debía intervenir en la salud de la población, pues ésta era un problema de nivel individual y para quienes no pudieran procurarse su salud existían los establecimientos asistenciales mantenidos por la filantropía. Esto se observa en las dificultades que hubo para establecer Juntas de Vacuna Obligatorias en el país. En 1886 Balmaceda envió al Congreso un proyecto de Ley sobre Vacuna Obligatoria que fue rechazado pues atentaba contra los derechos individuales de las personas, es decir la facultad de decidir privadamente su propia vacunación. El principio de los derechos individuales primaba aún cuando la viruela diezmaba a la población chilena.