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Vida monástica

MC0031628

Tipo: Cápsulas

Los monasterios coloniales fueron espacios bien particulares, ya que su origen no se debió exclusivamente al elemento religioso, sino que existieron por un interés social de resguardo y protección para las solteras, viudas y esposas: "Las mujeres criollas descendientes de españoles acomodados no tenían futuro más que el matrimonio, el monjío o la soltería, irremediable para las que no pudieran optar por alguna de las dos primeras alternativas. Las solteras forzadas a serlo tenían a veces la posibilidad de vivir con alguna pariente viuda o soltera que contaba con recursos económicos como para formar una especie de comunidad informal, donde se rezaba, se realizaban labores domésticas y por donde circulaban los chismes locales o familiares, las enfermedades propias o ajenas y donde el recuerdo de pasadas grandezas las ayudaba a sobrevivir" (Aguirre, Margarita. Monjas y conventos: la experiencia del claustro. Santiago: SERNAM, 1994. p. 33).

La edad mínima para incorporarse a un convento fue de 16 años (novicia de velo blanco) y de 18 años para profesar (monja de velo negro). El derecho para entrar lo pagaban los padres con una dote que, en general fue mucho más baja que la entregada para el matrimonio. Aquello se negociaba, así como también se conversaban las condiciones en que viviría la hospedada. De este modo, muchas mujeres ingresaban con sus propias criadas, mantenían su celda particular y gozaban de independencia completa, con elegancia y comodidades. Sólo más tarde, cuando se reformaron estas costumbres, se adoptó la vida en común. Por otra parte, era usual que las monjas recibieran de visita a caballeros, los llamados "endevotados", que pasaban tardes enteras en íntima conversación con alguna religiosa.

También, los conventos fueron un lugar para la educación, así, por ejemplo, Las Clarisas y las Agustinas llegaron a tener 200 alumnas provenientes del vecindario aristocrático de la ciudad. A cargo de las denominadas educandas, las religiosas aprendieron a leer, dedicando horas a la lectura de vida de santos; a hilar; a conocer el arte y la fe a través de la pintura; a bailar; a tocar algún instrumento; a cantar; a cocinar y a hacer artesanías. En ocasiones, abrían sus puertas al público para mostrar todo lo aprendido, por ejemplo, organizaban festivales de música y de arte a los que acudían parientes y amigos.

Sin duda, dicha institución ayudó a preservar los lazos económicos y de parentescos de las familias acomodadas, pues se aceptaba casi exclusivamente el ingreso de señoritas aristocráticas.

Sor Imelda Cano señala que poco a poco los monasterios de religiosas fueron perfeccionando su disciplina: "los conventos femeninos de aquel entonces eran inmensos caserones donde bullía la gente en menesteres tan separados que semejaban un mosaico de sirvientes. Había en ellos toda clase de habitantes: religiosas, seglares, esclavos, educandas, negras y blancas" (La mujer en el reino de Chile. Santiago: s.n., 1981. p. 526).

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