Subir

generación de la diáspora y el exilio interno

La promoción poética que comenzó su actividad tras el golpe de Estado de 1973 estuvo -al igual que su predecesora, la generación de la década de 1960- fuertemente marcada por este hecho histórico, hasta el punto que se puede, sin exagerar, hablar de esta fecha como un verdadero momento de inflexión en la poesía chilena, que debió enfrentar nuevas condicionantes para su quehacer.

Sin embargo, y lejos de lo que pudiera pensarse, los caminos seguidos por la poesía de la década de 1980 son muchos y muy diversos. Si bien el contexto histórico resulta determinante para la producción literaria de esos años, las formas contenidos que ésta desarrolla no se agotan en el testimonio o la denuncia, sino que recorren distintos senderos, a través de los cuales la poesía chilena acabó por ensanchar sus horizontes.

Conviven así la metapoesía y los juegos lingüísticos de Rodrigo Lira con los versos más comprometidos de José María Memet; la apuesta vanguardista y erudita de Juan Luis Martínez, con el humor y la cotidianeidad de Jorge Montealegre; la irrupción de la poesía de género, con Teresa Calderón, Soledad Fariña y Eugenia Brito -entre otras-, con los versos profundos y algo angustiados de Tomás Harris y la poesía de encuentro entre dos tradiciones -la mapuche y la castellana- de Elicura Chihuailaf.

No obstante, como hemos señalado, las condiciones políticas adversas a la creación literaria y artística -la fuerte censura y represión ejercida por el régimen militar- fueron una vivencia común a los autores de esta generación, que incidió en su escritura en lo que respecta a la intención, el contenido, y también a la forma, esto es, las diversas estrategias empleadas para hacer referencia a lo indecible, lo prohibido, lo terrible o simplemente transgredir el cánon poético establecido.

El quehacer de los autores de esta generación constituyó un acto de resistencia y compromiso desde la literatura luego del "apagón cultural" que trajo consigo el Golpe de Estado. La palabra escrita volvió a surgir, en las prisiones, en el exilio, en la clandestinidad, en el espacio privado de un país desgarrado, y con ella un atisbo de esperanza, supervivencia y humanidad.

Los fenómenos de la diáspora -dispersión de una colectividad o sus integrantes fuera del lugar de origen- y el exilio fueron vivenciados tanto por aquellos que debieron abandonar el país como por los que se quedaron, en la medida que se experimenta un sentimiento semejante de derrota y pérdida del sentido de pertenencia a una nación en que el estado proscribe a sus propios ciudadanos. Algunos antologadores de la poesía de este entonces tienden a separar la producción literaria proveniente del exterior y la que circula dentro del territorio, argumentando como factor diferenciador fundamental el grado de proximidad al conflicto, y la exposición de los autores a la medidas de control del Estado, sin embargo este criterio ha sido superado con el tiempo. La riqueza de la poesía del período radica justamente en la multiplicidad y diversidad de voces que se alzan a favor de la memoria y en contra del discurso unívoco del orden institucional.

Al respecto la autora crítica Soledad Bianchi señala: "Yo fui observadora y testigo, otros fueron personajes, pero todos vimos y vivimos, oímos y sentimos, la prisión, la muerte, los exilios, la injusticia, pero también el gesto solidario, la ternura, la humanidad, en sus formas más variadas." (Bianchi, Soledad. Poesía chilena. Miradas, apuntes, enfoques. Santiago: Editorial Documentas/ CESOC, 1990, p. 5).

Artículo

Libro