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Prácticas religiosas y caritativas

A fines del siglo XIX, la religión católica se practicaba esencialmente como un acto privado al interior de los hogares, mediante oraciones, lecturas y cantos piadosos. A las mujeres de la elite les correspondía dar el catecismo a sus hijos y dirigir el ritual diario, que habitualmente consistía en rezar el rosario o leer el evangelio en voz alta, junto a las familias de los trabajadores que vivían con ellos. No obstante, fechas conmemorativas del calendario religioso, como Semana Santa o el Nacimiento de Jesucristo, conllevaban normativas especiales y preparativos que también estaban a su cargo. Asimismo, la intensificación del culto mariano en esta época, consagró el mes de noviembre -dedicado a honrar a la Virgen María- en una de las celebraciones más importantes del año, en la cual el esmero femenino y la piedad religiosa se materializaban en impresionantes adornos florales.

En la auténtica vivencia de los principios religiosos, la contemplación tenía un lugar central; sin embargo, la caridad, entendida como una práctica discreta, era otra de sus manifestaciones primordiales. Varias mujeres de la elite, cediendo parte de la atención a su hogar y familia, se dedicaron al quehacer caritativo, fundando y luego supervisando, instituciones sociales y sanitarias, sobre todo orientadas a los niños. El financiamiento de estas obras supuso que ellas se hicieran cargo de la organización de eventos para recaudar fondos, como bailes y kermesses, siendo la elite santiaguina el principal público asistente.

Entre las mujeres de elite que sobresalieron por su obra benéfica, se encuentran Juana Ross de Edwards y Adela Edwards de Salas, quienes aportaron con su patrimonio y consagraron gran parte de su vida, a la asistencia de los más necesitados. Quien mejor representó las prácticas de la fe, fue Amalia Errázuriz de Subercaseaux, la que además de escribir textos religiosos para niños, dejó sus memorias como legado.