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retrato femenino

El retrato femenino fue un género muy cultivado por Tsunekawa. Generalmente solas, sus mujeres cobran fuerza dentro de un mundo patriarcal. Las imágenes destacan atributos como la belleza, la serenidad o, cuando están acompañadas de sus hijos, la virtud maternal, en cuanto propiedades constitutivas del paradigma de femineidad.

Sus primeros retratos de mujeres realizados en los años veinte, resaltan fundamentalmente la delicadeza como marca de género: son mujeres de tez blanca, modales finos y elegantes, boca y nariz perfectas, rasgos que las convierten en seres etéreos y fascinantes. Se advierte en varios de ellos una filiación estética oriental -corolario de la procedencia japonesa de Tsunekawa-, tradición que se manifiesta en la sutileza del tratamiento lumínico, el expresivo juego de contrastes y el dejo de abstracción en algunas de las escenas.

Además de la sensibilidad formal que subyace a su producción, estos retratos de mujeres bellas, evanescentes, absortas en sus pensamientos, responden a un ideal de belleza de la época, correspondiente al paradigma de la mujer sumisa, virtuosa y pura, dependiente del padre o del marido y subordinada a las normas establecidas, que prevaleció hasta principios del siglo XX. La identidad femenina era un subproducto de los papeles de madre y de esposa, asignados por una sociedad tradicional con principios fuertemente arraigados en la religiosidad católica.

Si bien es cierto que gran parte de los retratos femeninos realizados por Tsunekawa en los años veinte adscriben a este modelo de género, algunas fotografías presentan a mujeres fuertes y resueltas, que miran directamente a la cámara y parecen anunciar, con su actitud, los nuevos tiempos. Fruto de la revolución industrial, la mujer comienza a trabajar en tareas similares a las ejercidas convencionalmente por el hombre, lo que le significa una mayor independencia tanto económica como intelectual, la que obliga a una redefinición de su posición en la sociedad.

Este concepto de la "nueva mujer" -que habría de afianzarse luego de la I Guerra Mundial- se desprende de las nuevas posibilidades y responsabilidades atribuidas al género: una mujer instruida, que adquiere saberes y competencias especializados, participa activamente de la vida pública e incursiona en la actividad política, a la vez que continúa desenvolviéndose como jefa de hogar. El vestuario que las modelos exhiben en algunos de los retratos da cuenta de esta evolución. Comienza a predominar una moda más práctica y sobria, con trajes simples y cómodos hasta la rodilla; se prescinde del lujo y la ornamentación excesivos y se eliminan los moños elaborados en favor de un corte tipo garzón. El vestido modela una silueta de tipo geométrico, desprovista de curvas, estructurada por medio de tablas y pliegues que desplazan el talle a las caderas e inauguran una imagen femenina más ágil, libre y dinámica.

En la década de los cuarenta, el retrato femenino se libera de la artificialidad. La mujer se representa más cercana, natural y accesible, fruto de una desmitificación del ideal de género precedente, pero siempre conservando ciertas marcas de femineidad. Cabe destacar que, en esta época, es posible advertir la influencia de las vanguardias europeas, en particular del cubismo y el expresionismo, en el atrezzo de formas geométricas y el acentuado contraste lumínico.

A lo largo de su carrera, Tsunekawa fotografió a un sinnúmero de mujeres, atendiendo al gusto y sensibilidad de cada época. Desde los primeros retratos -donde las modelos permanecían sin mirar a a cámara, absortas en sus pensamientos y dotadas de un halo de dulzura arquetípico-, hasta aquellos de los años ochenta -objetivos y directos, como el de la mujer letrada, sentada en un sofá con su libro abierto, como si el fotógrafo la hubiese sorprendido en el salón de su casa en medio de la lectura- el legado de Tsunekawa es un registro simbólico privilegiado de la evolución del ser femenino durante el siglo XX.