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Libro chileno entre los años treinta y cuarenta

Durante el periodo de entre siglos XIX y XX, el panorama social chileno ya se determinaba fuertemente por el crecimiento de la clase media y de sus hábitos de lectura. De hecho, a la demanda cultural de los sectores medios se debe el desarrollo de una industria editorial propiamente dicha, que comenzó con la fundación de las editoriales Zig-Zag (1905), Ercilla (1912) y Nascimento (1917). Estas editoriales comenzaron la publicación de autores nacionales. La primera en posicionar un catálogo fue Nascimento, la siguieron otras editoriales e imprentas que tuvieron sus primeros aciertos editoriales: Sub-terra: cuadros mineros (1904), de Baldomero Lillo, de la Imprenta Moderna (1904); El niño que enloqueció de amor (Eduardo Barrios, 1915), del Impresor Heraclio Fernández (1915); El Roto. Novela chilena: época 1906-1915 (1920), de Joaquín Edwards Bello, publicado por la editorial Chilena; Zurzulita (1920), de Mariano Latorre; Alsino (1920), de Pedro Prado, de la editorial Minerva; El socio (1928), de Jenaro Prieto, que fue distribuido por la Librería Salvat, y La última niebla (1941), de María Luisa Bombal, publicado por editorial Nascimento.

Por otra parte, en el ámbito de la literatura infantil, un libro que se posicionó como fenómeno editorial fue Papelucho (1947), de Marcela Paz, que ya alcanza su 70ª edición.

La creación de otras editoriales: Pax, Zamorano, Caperán, Universitaria, Del Pacífico; el exilio de muchos intelectuales españoles republicanos que llegaron a Chile e impulsaron la industria nacional de la edición; el estallido de la segunda guerra mundial, que afectó la producción del libro en Europa y dejó una demanda que satisfacer; el desarrollo del sistema educativo y la concepción del libro bien cultural, todo se sumó para que el mundo del libro en Chile viviera su periodo de mayor esplendor: aquel comprendido entre 1930 y 1950. En este periodo, a juzgar por los catálogos, los tirajes superaban en promedio los 2.500 ejemplares y las ventas se multiplicaban gracias al surgimiento de numerosas librerías y a que los libros podían adquirirse a plazo, con mensualidades y sin recargo.

Sin embargo, al término de la guerra los países europeos estabilizaron de nuevo sus medios de producción, el Estado chileno promulgó nuevos impuestos para el sector editorial, y las industrias emergentes de España, México y Argentina, con políticas estatales audaces y legislaciones específicas para fomentar el comercio del libro, coparon los mercados, incluso el local, que tenía la industria chilena. En los siguientes 20 años, Chile pasó de exportador a principal importador de libros hechos en Argentina (Bernardo Subercaseaux. Historia del libro en Chile, Santiago: Lom, 2000, pp. 129-130).