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Mujeres y monjas

"Y Elena experimentaba cierta repugnancia por el hecho de oír aquellas interrogaciones, no malévolas, pero sí imprudentes, porque van ellas a romper las primeras ese velo de castidad que debiera conservarse en la mujer como el más precioso don y el más grato de los hechizos; esa túnica de santo pudor que jamás debiera tocarse y que jamás deberíamos romper. ¡Y sin embargo, son por lo general los confesores, llevados de un mal entendido celo (...) los que deshojan esa flor de pureza, marchitándola con su aliento aún sin tocarlas las más veces!"

Palma, Martín. Los misterios del confesionario: novela de costumbres. Volumen I. Valparaíso: Impr. del Mercurio, p. 64.

En la cultura occidental medieval y moderna, las mujeres tenían una naturaleza inferior, imperfecta y, por consiguiente, peligrosa por su capacidad de seducción o por su fragilidad, razón por la cual el padre, el esposo o el sacerdote debían custodiar permanentemente el honor de ellas. Para la Iglesia Católica, eran pecadoras por naturaleza, razón por la cual los sacerdotes que las confesaban debían prestar una singular atención a las debilidades y astucias propias de su género. En efecto, existieron procedimientos disciplinares orientados a reconducir las conductas de mujeres, los que estuvieron sostenidos en supuestos misóginos y por ello diferente a los planes de reconversión de hombres.

Casi todos estos programas se relacionaban con el control de la sensualidad y sexualidad de las mujeres solteras o casadas, aspectos en los que la confesión era un mecanismo eficaz en el control de las infidelidades, adulterios o concubinatos. De esta manera, el sacerdote prestaba especial atención a aquellas preguntas y respuestas relacionadas con el cuerpo y la sexualidad de las penitentes, incluso ahondando en detalles que intimidaban y avergonzaban a muchas de ellas, a quienes se les enseñaba desde pequeñas a esconder sus "partes pudendas" (nombre con el que se señalaban los genitales y órganos reproductores), y a considerar el sexo sólo como un acto de reproducción.

Por otra parte, el sacramento de la penitencia era eficaz como mecanismo disuasivo de futuras conductas pecaminosas, ya que al insistir en el camino de la redención del pecador por la vía del arrepentimiento y las buenas obras, ellas quedaban prevenidas de la condenación eterna en caso de cometer pecados que les eran enseñados desde niñas a advertir. Muchos de estos mensajes eran enseñados a través de la figura de María Magdalena, la prostituta arrepentida que dejó el camino de la sensualidad, la sexualidad y la lujuria por el de la humildad, el arrepentimiento, el amor a Dios y una vida a su servicio. Sin embargo, tomar la decisión respecto a si confesar o no los pecados, no era cosa fácil. Muchas mujeres se batallaban entre la condenación eterna o el escarmiento y vergüenza pública, ya que la mayoría de las pecadoras, descarriadas o perdidas eran destinadas a cumplir con sus castigos en las casas de recogidas o recibían algún tipo de condenación moral de parte de la sociedad.

Por su parte, aquellas mujeres que optaron por profundizar el camino de servicio a Dios a través de la vida religiosa, fueron objeto de un agudo celo por parte de sus confesores. Con el fin de controlar las experiencias místicas y la vida cotidiana de las monjas, inspiradas por diversos textos hagiográficos o cartillas de buen comportamiento especialmente creadas para ellas, la confesión era una rutina reglamentada en todos sus aspectos. En algunos casos, los confesores solicitaban a las religiosas que hicieran por escrito sus confesiones o narraran episodios de sus vidas. Estas solicitudes fueron el origen de gran parte de la escritura de monjas que hoy es posible conocer.