Como relato interior y que no se escribe con miras a su publicación, el diario íntimo supone ciertas convenciones, como la sinceridad, la espontaneidad y la transparencia. Sin embargo, al escribir y escribirse, el autor de un diario rápidamente constata que la sinceridad absoluta nunca se puede alcanzar con plenitud, por cuanto la imagen del yo, siempre cambiante, resulta inasible. En este sentido, la identificación absoluta entre el narrador y el autor es imposible. Quien escribe un diario entra en un juego donde el sujeto real se transforma en ilusión una vez que se constituye en sujeto del texto, imagen desde la cual el autor espera que nazca la identidad.

Si bien el diario de vida se escribe en el ámbito de la intimidad, al que ningún otro lector ha de tener acceso, es común que algunas personas del mundo intelectual y político publiquen sus diarios en forma de libro, ya sea en vida o de manera póstuma. Sin duda este acto anula la sinceridad y la transparencia que son propias del género, pues hacer público supone necesariamente aplicar una autocensura, como recurso para salvaguardar la imagen y el prestigio del nombre. El Diario íntimo de Alone, por ejemplo, funciona bajo esta ecuación. Debido a ello, parte de la crítica propone que el diario debe leerse entre líneas, es decir, en lo que silencia.

Sin duda, el diario puede funcionar como una extensión de la labor pública y del pensamiento que se ejerce en el ámbito intelectual, político y científico. Es el caso del Diario que llevó José Victorino Lastarria desde junio de 1849 hasta marzo de 1852 y que "recoge la actividad política de esos años en Chile, las pugnas parlamentarias entre liberales y conservadores, en las que el autor es figura protagónica" (Morales, Leonidas. "Prólogo al diario íntimo de Luis Oyarzún", p. 9); de los Trozos de su diario íntimo del filósofo Jorge Lagarrigue; y de la saga de diarios que ha publicado desde 1993 el crítico, investigador y poeta Alfonso Calderón, donde reúne sus anotaciones, registradas desde 1939.