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Postmodernidad

Las consecuencias de los grandes acontecimientos sociales, políticos y culturales de fines del siglo XIX parecieron haber develado lo que ya con Nietzsche venía en parte anunciándose: el aparentemente irrefutable advenimiento de una nueva era que, desde determinado punto de vista, significaría el quiebre de los esenciales fundamentos metafísicos, morales, religiosos, políticos y estéticos sobre los cuales se había asentado la historia del pensamiento occidental, y con ella el resabio epocal de la denominada modernidad.

La crisis de dichos fundamentos, develados en su fragilidad e impotencia, y también experimentada como el fin de los metarelatos, constituyó una de las características más importantes de la también precaria, pero ahora desencantada nueva época: la postmodernidad.

Gianni Vattimo y Jean François Lyotard, entre otros, han sido los principales preconizadores de la visión postmoderna del hombre y del mundo. Para estos autores, la crisis de los metarelatos, la cada vez más totalitaria injerencia de la tecnología y los medios de comunicación de masas, la aparente presencia de una suerte de radical transmutación de gran parte de los valores morales, políticos y estéticos tradicionales, y la presencia de una cada vez individualista, agresiva y desencantada experiencia de mundo, parecen ser algunas de las grandes líneas por las que transitaban las actuales sociedades de consumo, paradójicamente anodinas y todavía insatisfechas. Época de precariedades y desencantos.

Lo único aparentemente cierto ha sido el hecho de que, en rigor, la vida individual y social, y sus respectivas manifestaciones culturales han experimentado cambios tan radicales que justo por eso desafían al pensamiento y empujan hacia la necesidad de prefigurar nuevos cánones de comprensión e interpretación, diversos y menos certeros que los de antaño, tanto en forma como en contenido.

La postmodernidad se ha caracterizado, según el filósofo chileno Martín Hopenhayn y citando a Lyotard, como la crisis de los metarelatos, crisis que, como señaláramos con otras palabras, pone en jaque a la idea de progreso, a la idea de las vanguardias de las elites y sus respectivos parámetros, y a las ideologías. De hecho, no parece ser casual la particular relación existente entre postmodernidad y mercado.

Los filósofos chilenos Martín Hopenhayn, Sergio Rojas y Pablo Oyarzún, entre otros, han realizado importantes reflexiones en torno al tema de la postmodernidad, no sólo al tener en cuenta la historia de la modernidad y, en mayor o menor medida, el diagnóstico señalado por Vattimo, Lyotard o Lipovetsky, sino al tener también en cuenta los posibles problemas que la postmodernidad puede presentar en el mundo sociocultural latinoamericano.

En relación a este último aspecto, Hopenhayn, en su libro Ni Apocalípticos ni integrados: una aventura de la modernidad en América Latina, indica tanto las características centrales de la postmodernidad como las paradojas que la constituyen. Paradojas que apuntan, entre otras cosas, a señalar la posibilidad del aumento de la miseria y la falta de integración social frente al discurso de la acumulación y la integración. En otras palabras, el discurso postmoderno ha resultado ser contradictorio, o cuando menos ambivalente, porque lo prometido no sólo no ha logrado realizarlo sino que además ha actuado como una suerte de fuerza anodina pero alienante de lo que en parte la modernidad presentó como la necesidad de establecer un sujeto crítico ante los derechos y deberes sociales que los individuos y sociedades podían y debían exigir.

Por su parte, el filósofo chileno Pablo Oyarzún parece inclinado a entenderla más bien como la acentuación de la modernidad.

El filósofo Sergio Rojas, en tanto, remite a entenderla como una época a la par jubilosa y terrorífica. Jubilosa porque el sujeto se emancipa de la prepotencia de la realidad, y de su propia representación. Terrorífica, porque el sujeto constata su propia y radical impotencia.