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Todo se irá, se fue, se va al diablo

A diferencia de las obras anteriores de Alejandro Sieveking, la obra de 1968 Todo se irá, se fue, se va al diablo rompe con la lógica del tiempo lineal. Rodrigo llega a vender la casa de veraneo que pertenecía a sus padres. En ese lugar convergen varias historias del pasado de la familia, recuerdos que son gatillados a través de acciones como abrir la puerta o ventanas, logrando que cada uno de los relatos se monte sobre el otro.

"La división de los saltos temporales se hace con focos de luz o candelabros, y no interesa si son recuerdos, hechos reales o quimeras de los personajes. Lo importante es que ilustran sus características personales y el modo como van creando su propio destino trágico" (Castedo-Ellerman, Elena. El teatro chileno de mediados del siglo XX, p. 77)

Cada historia por separado parece sostenerse sobre una estructura dramática independiente; sin embargo, yuxtapuestas, adquieren connotaciones diversas. Por ejemplo, las palabras dichas en un momento son rápidamente contradichas, restándole veracidad a las afirmaciones o ciertas acciones que hemos visto en escena, son explicadas, tiempo después, de manera diversa en boca de un personaje. A través de este dispositivo narrativo, Todo se irá, se fue, se va al diablo logra intercalar la crítica social con la nostalgia, evitando que se juzgue en forma maniquea las acciones de los individuos al dotar a los personajes de dobleces y complejidades.