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Experiencia vital

Antonio Acevedo Hernández nació en Tracacura, poblado cercano a Angol, el 8 de marzo de 1886, en el seno de una humilde familia. Hijo de María Hernández, campesina, y de Juan Acevedo, un hombre aventurero que fue soldado, marino, minero, comerciante y contratista. Su infancia estuvo marcada por las carencias económicas y por los relatos populares que hablaban de brujos. A los diez años de edad huyó de la casa familiar, después de haber apedreado al cura y de haber recibido la condena de todo el pueblo. Este incidente fue la primera gran demostración de la férrea voluntad y el comienzo de una vida aventurera e intensa.

A los doce años, ingresó a la Escuela Industrial de Chillán para estudiar carpintería y trabajó como vendedor ambulante. Posteriormente, recorrió haciendas del sur del país, vendiendo santos, oficiando de carpintero y peón en distintas cosechas. Su vida errante lo llevó a conocer en carne propia la pobreza más dura y la cárcel, experiencias determinantes en su creación literaria.

A los veinte años, ya radicado en Santiago, se desempeñó como albañil y obrero de la construcción. En este período retomó su educación en la escuela nocturna y comenzó a asistir a conferencias y a espectáculos teatrales. Su contacto con el teatro provocó un nuevo vuelco en su vida: dejó su trabajo y se integró a la compañía Pellicer como actor, en 1911. Sin embargo, la compañía se disolvió al poco tiempo y Acevedo Hernández volvió a sus antiguos oficios. Al cabo de un tiempo, comenzó a colaborar en la crónica roja del diario La Opinión, labor que le ayudó a ejercitar la escritura y a desarrollar mayor capacidad de observación.

En 1914, estrenó su primera obra El inquilino. Al año siguiente, lo haría con En el rancho, con gran éxito. Desde ese momento su carrera como dramaturgo fue en ascenso, aunque el propio autor dudaba de su éxito: "nunca se me hubiera ocurrido que algún día sería autor de teatro. Yo era un carpintero, muy aficionado a leer. Fui un lector sin normas, leía cuanto tenía en mis manos". Antonio Acevedo Hernández se convirtió en una figura destacada y polémica para la escena nacional y la crítica lo reconoció como el padre del teatro social chileno. Paralelamente, "casi por casualidad", colaboró en distintos diarios y revistas de la época.

En 1922, apasionado con las nuevas posibilidades del cine, dirigió Almas perdidas y Agua de vertiente, filmes basados en los argumentos de su obras homónimas. Posteriormente, el director de cine Esteban Artuffo decidió filmar una película con el argumento de Almas perdidas. La publicidad del filme decía: "Almas perdidas presenta ante nuestros ojos: el conventillo, la cantina, el presidio, los barrios bajos, los barrios felices, el idilio de las flores, la cueca, el roto choro, el paco, la flor del fango, los que matan por amor y las víctimas del alcohol".

Los últimos años de su producción los dedicó a la investigación folclórica además de incursionar en otros géneros literarios como la novela y el ensayo.

Después de una extensa trayectoria en la cultura nacional, Antonio Acevedo Hernández falleció el 1 de diciembre de 1963.